Todos hemos sido agredidos alguna vez de alguna forma, a veces
conscientemente y otras, las menos, inconscientemente.
Las primeras heridas del alma las recibimos desde nuestro
nacimiento. Nacer requiere esfuerzos y sufrimiento; y el camino de la niñez
está poblado de contrariedades y dolor, pero también, en la mayoría de los
casos afortunadamente, de alegria y momentos felices.
Sin embargo, acostumbramos a
guardar muy ocultos dentro de nosotros mismos, los agravios. Son las manchas del
alma que también contaminan el cuerpo.
El odio es la emoción que más nos destruye
por dentro y por fuera. El orgullo es un pariente cercano y la soberbia es el
peor de los males.
Los soberbios son los que
ocupan un lugar profundo del Infierno, como dice Dante en la Divina Comedia,
porque fueron orgullosos y no perdonaron nunca a nadie.
Perdonar
las afrentas que nos causaron, tiene gran poder curativo y perdonarse a uno
mismo, que es mucho más difícil, permite liberarse del pasado y del temor a la
muerte.
Es
como una paradoja, porque si no perdonamos, aunque hayamos sido los supuestamente
agredidos, también nos sentimos culpables.
La
herida es infligida por nosotros mismo que somos los que evaluamos las
circunstancias. El suceso en sí mismo objetivamente puede ser considerado
insignificante pero la magnitud del daño lo agregamos cada uno de nosotros.
No es
la experiencia sino la forma de vivir la experiencia la que nos ha ofendido.
Conspiración en el Infierno. En el cono invertido de
Lucifer estaban los pecadores hundidos en el infierno, donde la gravedad del
pecado adjudicaba el lugar permitido. Se reservaban las profundidades a los
peores donde sufrirían las más terribles torturas por toda la eternidad y el
lugar más siniestro y oscuro era para los traidores.
Al
borde del abismo del infierno se encontraron ladrones, hipócritas, usureros y
suicidas y emergiendo desde una selva oscura, se fueron agregando a la reunión,
lujuriosos, violentos, falsos y herejes.
Todos
ellos habían sido convocados por los indiferentes e indolentes, curiosamente,
ahora organizadores de una conspiración en el infierno.
Parecía increíble que los considerados
despreciables, porque en la vida no tomaron partido, en la eternidad se
declararan francos iniciadores de revueltas; y aunque algunos habían sido
justos en sus vidas, donde no faltó la desidia, para la Divina Potestad no era
suficiente.
No fue fácil llegar a un
acuerdo entre ellos por la diversidad de caracteres y por los vicios que cada
uno tenía a pesar del intenso dolor que padecían, sin embargo, al final de una
acalorada discusión decidieron por unanimidad exigir su traslado al Purgatorio,
para tener una oportunidad de reivindicarse.
Habían sido advertidos a su
llegada que debían dejar sus esperanzas afuera, que la pena de sus errores sería
eterna, pero su vocación de dioses no les permitía aceptar tal condena sin
ofrecer ninguna resistencia.
Levantaron un acta y todos firmaron,
dispuestos a no eludir el compromiso.
Recordaban que Dios había sacado del Infierno a todos los que existieron antes de Jesucristo, que por no estar bautizados permanecían al borde del infierno; y como con esa decisión había sentado un precedente, pretendían el mismo trato.
Recordaban que Dios había sacado del Infierno a todos los que existieron antes de Jesucristo, que por no estar bautizados permanecían al borde del infierno; y como con esa decisión había sentado un precedente, pretendían el mismo trato.
Como en la eternidad el
tiempo no existe, el Supremo consideró la idea de inmediato y evaluando la
ofensa y sin que hubiera siquiera un intervalo, fueron todos ascendidos al
Purgatorio, como deseaban.
A pesar del desafío, Dios perdonó todo,
porque perdonar es divino.
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