jueves, 13 de septiembre de 2012

El Perdon


Todos hemos sido agredidos alguna vez de alguna forma, a veces conscientemente y otras, las menos, inconscientemente.
Las primeras heridas del alma las recibimos desde nuestro nacimiento. Nacer requiere esfuerzos y sufrimiento; y el camino de la niñez está poblado de contrariedades y dolor, pero también, en la mayoría de los casos afortunadamente, de alegria y momentos felices.
Sin embargo, acostumbramos a guardar muy ocultos dentro de nosotros mismos, los agravios. Son las manchas del alma que también contaminan el cuerpo.
El odio es la emoción que más nos destruye por dentro y por fuera. El orgullo es un pariente cercano y la soberbia es el peor de los males.
Los soberbios son los que ocupan un lugar profundo del Infierno, como dice Dante en la Divina Comedia, porque fueron orgullosos y no perdonaron nunca a nadie.
Perdonar las afrentas que nos causaron, tiene gran poder curativo y perdonarse a uno mismo, que es mucho más difícil, permite liberarse del pasado y del temor a la muerte.
Es como una paradoja, porque si no perdonamos, aunque hayamos sido los supuestamente agredidos, también nos sentimos culpables.
La herida es infligida por nosotros mismo que somos los que evaluamos las circunstancias. El suceso en sí mismo objetivamente puede ser considerado insignificante pero la magnitud del daño lo agregamos cada uno de nosotros.
No es la experiencia sino la forma de vivir la experiencia la que nos ha ofendido.
Conspiración en el Infierno. En el cono invertido de Lucifer estaban los pecadores hundidos en el infierno, donde la gravedad del pecado adjudicaba el lugar permitido. Se reservaban las profundidades a los peores donde sufrirían las más terribles torturas por toda la eternidad y el lugar más siniestro y oscuro era para los traidores.
Al borde del abismo del infierno se encontraron ladrones, hipócritas, usureros y suicidas y emergiendo desde una selva oscura, se fueron agregando a la reunión, lujuriosos, violentos, falsos y herejes.
Todos ellos habían sido convocados por los indiferentes e indolentes, curiosamente, ahora organizadores de una conspiración en el infierno.
Parecía increíble que los considerados despreciables, porque en la vida no tomaron partido, en la eternidad se declararan francos iniciadores de revueltas; y aunque algunos habían sido justos en sus vidas, donde no faltó la desidia, para la Divina Potestad no era suficiente.
No fue fácil llegar a un acuerdo entre ellos por la diversidad de caracteres y por los vicios que cada uno tenía a pesar del intenso dolor que padecían, sin embargo, al final de una acalorada discusión decidieron por unanimidad exigir su traslado al Purgatorio, para tener una oportunidad de reivindicarse.
Habían sido advertidos a su llegada que debían dejar sus esperanzas afuera, que la pena de sus errores sería eterna, pero su vocación de dioses no les permitía aceptar tal condena sin ofrecer ninguna resistencia.
Levantaron un acta y todos firmaron, dispuestos a no eludir el compromiso.
Recordaban que Dios había sacado del Infierno a todos los que existieron antes de Jesucristo, que por no estar bautizados permanecían al borde del infierno; y como con esa decisión había sentado un precedente, pretendían el mismo trato.
Como en la eternidad el tiempo no existe, el Supremo consideró la idea de inmediato y evaluando la ofensa y sin que hubiera siquiera un intervalo, fueron todos ascendidos al Purgatorio, como deseaban.
A pesar del desafío, Dios perdonó todo, porque perdonar es divino.




   

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